jueves, 29 de diciembre de 2011

¿Un año de yerros?

Vaya por delante que hoy me he levantado con una tos terrible y un dolor de cabeza espantoso, así que no prometo ninguna historia emocionante (si es que alguna vez las cosas que cuento lo han sido). Pero en mi malestar general de zumbidos en los oídos, mucosidades en la nariz y vasos con frenadol (marca registrada) me he preguntado si el 2012 va a ser un año de aciertos o un año de yerros. Y no quiero ser pesimista al respecto, porque en estos días de final de curso planea sobre el ambiente una especie de amnistía general que impide a los malos rollos colarse en tromba. Pero lo cierto es que las perspectivas no son muy halagüeñas.
El asunto se parece mucho, curiosamente, al de la instalación de las primeras compañías ferroviarias en España. En principio garantes de un buen negocio, los años posteriores dieron al traste con casi todas las empresas de los caminos de hierro. Si en el comienzo se invertía mucho y bien en estas aventuras peninsulares (sobre todo capital francés), cuando la crisis de 1866 golpeó con toda su fuerza la débil economía de nuestro país se evidenció la fragilidad del sistema y se derrumbó el entramado empresarial, quedando retratados varios protagonistas en el asunto: los gobiernos incapaces, los apetitos voraces de los inversores, la mala calidad del servicio, la fragilidad de las instalaciones, lo desquiciante de algunos trayectos, etc...
Y hete aquí que estamos ante una situación de cierto parecido con aquella. Si bien es cierto que en el siglo XIX no existían las insidiosas y pérfidas agencias de calificación (que parecen dirigidas por un Lannister, habida cuenta de su voracidad por el vil metal), la especulación de entonces y la de ahora circulan por raíles paralelos. No voy a afirmar rotundamente que son idénticas, pero unas gotas de inestabilidad en los mercados han provocado el maremoto posterior de la economía mundial, igual que unos pocos resultados negativos provocaron la suspensión de los tendidos viarios, el pacto de Ostende y la posterior caída en desgracia de Isabel II (la cual, por cierto, se había labrado un historial digno de una película de serie Z: amantes a tutiplén, rabietas infantiloides con los ministros, credulidad rayana en lo absurdo dentro del campo de los estigmas de Sor Patrocinio, etc.). En 1868 se inauguraba una nueva etapa en España, la primera verdaderamente democrática, que intentaba borrar los antiguos malos usos y poner en marcha una serie de políticas que permitiesen al país salir del ostracismo al que lo habían conducido los malos gobernantes anteriores.
Y hoy en día circulamos por el mismo itinerario. Ya se ha producido el cambio de gobierno que algunos tanto deseaban (al menos no ha ocurrido como en otros países y lo hemos podido llevar a cabo de forma civilizada y bajo el paragüas de la democracia representativa, sin que hayan tenido que venir a ponernos unos tecnócratas (que ahora se llevan mucho)). Pero mucho me temo que la historia se volverá a repetir y que ahora, como entonces, los impulsos iniciales de reformas, cambios y cuernos de la abundancia quedarán en nada. Y entonces se hará verbo esa deliciosa historia de una familia santacruceña que se dedicaba a la venta de navajas a principios del siglo XX. Es una historia que nos muestra a la mujer manchega en todo su esplendor y resignación, a esa heroína que de lo negativo siempre sabía sacar unas cucharadas de positividad. Pues resulta que esta humilde familia de navajeros sufría los peores y más terribles padecimientos a causa de ser el padre un bebedor empedernido. Por desgracia y debido a su afición, el hombre murió joven aún, y los hijos lo lloraban en la casa. La madre, imaginamos que también llena de pena pero haciendo de tripas corazón, se acercó a los muchachos y exclamó: ¡No lloréis hijos míos, que esto se esperaba! Y luego añadió: ¡Y menos mal que ha sido padre y no el borrico! Pues ese será nuestro consuelo, saber que todo lo que venga ya ha sido escrito con anterioridad y, por tanto, no nos sorprenderá.
Y naturalmente, de todo corazón: feliz año 2012.


miércoles, 21 de diciembre de 2011

El yerro no debe morder la mano que le da de comer

Las compañías privadas de ferrocarril estuvieron vigentes en España durante la primera fase del ferrocarril, más o menos a pleno rendimiento hasta la dictadura de Primo de Rivera, pasando por un bache económico muy serio durante la II República y la Guerra Civil y quedando en manos del Estado a partir de 1941 con la creación de RENFE. Es muy curiosa la historia de estas empresas de trenes, tanto en su vertiente histórica como en la económica e incluso en la social. Las compañías ferroviarias aterrizaron en España cuando la política liberal se asentó y se concretó el modelo a partir de la ley de 1855. En un principio de capital extranjero (básicamente francés) las compañías fueron nacionalizándose con el paso del tiempo, influyendo en innumerables facetas de la vida cotidiana y permitiendo a ciertas zonas geográficas de la nación prosperar y experimentar con una incipiente industrialización que no pasó, en muchos casos, de la de transformación primaria, pero fue industria, qué caray (ahí están las alcoholeras, bodegas o fábricas de harinas, por ejemplo (maravillosa, por cierto, la de Manzanares, localidad en la que últimamente ocurren cosas curiosas, pero eso ya lo comentaremos)). 
No es necesario decir que el corporativismo de esas compañías existía: los empleados y afines a las mismas defendían con saña los proyectos y acciones de tales empresas, y veían con malos ojos los trayectos que otras compañías (asentadas o nacientes) pensaban (y ahí está el caso del Valdepeñas a Infantes). Hoy, queridos amigos, me gustaría incidir en ese corporativismo y parcialidad de las compañías de caminos de hierro para comentar una pequeña historia que esta semana me ha ocurrido y que también tiene que ver con la obediencia debida, en este caso a unas siglas políticas.
Resulta que el martes día 20 de diciembre el telediario de las dos de la tarde de Castilla-La Mancha (dirigido por la periodista Concha Boo) sacaba, a bombo y platillo, una noticia sobre la región que había aparecido en el diario francés Le Figaro (os dejo el enlace: http://www.lefigaro.fr/conjoncture/2011/12/19/04016-20111219ARTFIG00472-tolede-capitale-de-l-austerite-et-laboratoire-du-pp.php). En el telediario se afirmaba, en tono exultante y laudatorio, que los franceses se habían fijado en la política de Cospedal, que nuestra región se había convertido en el laboratorio de pruebas de España y que un periódico tan importante como Le Figaro lo sacaba en las primeras páginas (mostrándose por cierto una imagen de nuestra presidenta dirigiéndose a las masas, imagen que aparecía en el diario y en su página Web). Hasta ahí todo normal...
Sin embargo, yo había tenido oportunidad de leer esa misma noticia unas horas antes, ya que por azares del destino y dada mi condición de estudiante de francés suelo revisar la prensa gala todos los días. Y hete aquí que al cronista se le olvidó comentar algunas cosas que sí se decían en el artículo de Le Figaro: la rebaja del sueldo a los funcionarios (a pesar de tener que trabajar más horas (Travailler plus por gagner moins lo llama el periódico)), el impago a las farmacias, el déficit de más de un 4% que a pesar de los recortes sigue sin bajar, etc. Vaya por delante que Le Figaro no es precisamente un periódico de izquierdas, por lo que todo ello estaba, a priori, dulcificado. Y sin embargo la noticia que se nos presentó, con sus omisiones y olvidos, nos hablaba de un gobierno regional admirado en Francia y modelo a seguir en España (vuelvo a insistir que el tenor del artículo no era ese, ni mucho menos).
Obviamente quedé en estado de shock ante tamaña manipulación informativa, pero luego pensé que, como las compañías privadas, ahora es el turno de que estas noticias halaguen a la mano que les da de comer. No en vano otros presentadores que se sentaron anteriormente en ese mismo plató hicieron algo parecido cuando distintos colores pintaban el suelo de la región. Obvia decir que, a pesar de las repeticiones, de los anuncios, de las pausas de 30 segundos y volvemos y de saberme de memoria varios capítulos, seguiré viendo los Simpson a la hora de comer, al menos mientras no hablen de primas de riesgo, bancos taimados o mini jobs.


viernes, 16 de diciembre de 2011

...Y el yerro era Dios

A veces en el mundo real, en el mundo exento de las bellezas y sopores de los sueños, en el mundo crudo, tremebundo, en el mundo que abofetea sin piedad, a veces ocurren hechos increíbles que, al menos para mí, no tienen explicación. Por ejemplo, ver entrar un tren de los años sesenta en una vía del siglo XXI (como ocurrió en Valdepeñas hace poco con la visita de los amigos del ferrocarril de Madrid y su suiza en perfecto estado (aunque lo de perfecto es casi eufemismo)). Por ejemplo, entrar en la nueva sala de investigación del museo de ferrocarril y alegrarte por las enormes mesas y decepcionarte por el pequeñísimo espacio que se ha reservado al sufrido investigador del tren. Sin embargo hoy quiero comentar un asunto que me lleva dando vueltas por la cabeza y al que no le encuentro sentido, ya perdonaréis mi estulticia: las gafas de pasta extragrandes.
La primera vez que me calzaron unas antiparras tuve un fogonazo de lucidez que me alumbró por dentro, y que venía a decirme que las horrendas monturas enormes que tapaban media cara y dejaban los ojos arriba, como si fueran dos soles a mediodía sobre el horizonte tristón de tus mejillas, eran tan insufribles, incómodas, antiestéticas y crueles que nunca me las volvería a poner (promesa fútil porque tuve, al menos, tres pares de esas enormidades). Cuando salieron las gafas con montura al aire (también horrendas en su concepción, formato y ligereza) me aseguré, por todos los medios, que salvo intoxicación etílica o por otras circunstancias (secuestro exprés, asunto de vida o muerte, herencias a recibir, etc.) tampoco me las pondría. Y ahora, de repente, veo a jóvenes de ambos sexos con unos gafotes gigantescos, cutres y como muy retros, que te miran desde su posición yo-estoy-a-la-moda-y-tú-no (a pesar de llevar gafas desde los 14 años) y te fulminan con su mirada cubierta de tan pantagruélico elemento de visión. Y es curioso porque de esos mismos portadores de moda en lo tocante a la miopía, hipermetropía, astigmatismo y demás incorrecciones yo me carcajeo, al igual que debe estar haciendo, a todas horas, el tipo que convenció a estos gamins de que llevar esas gafas eran lo más sofisticado del mundo.
El problema que me suscita esta moda es saber si el asunto va a ir más lejos y va a desembocar en bochornosas modas futuras, como cristales opacos de colores chillones (¿por qué no?), patillas extragandes en las que ubicar neones estridentes con tu nombre y el de tu churri o recuperar el siempre útil y nunca bien ponderado cordoncillo anticaída, sólo que esta vez imbricado con las rastas, pulseras o colgantes étnicos, de estos que aportan feng shui molón.
Vale, lo admito: mis palabras pueden parecer reaccionarias, al fin y al cabo la gente se pone lo que quiere y ya está. Estoy seguro que la cosa no es para tanto y mis quejas son las propias de alguien que va ya para viejuno, que se ríe con José Mota y se come, obediente, las uvas en nochevieja viendo las campanadas en la 1. Pero no me negaréis que a vosotros también os ha dado cosica alguno de estos jóvenes que, pertrechados de cascos extragandes de la marca Elche's woman, los pantalones cagaos y los gafotes gigantescáceos, te miran desde su insultante, fresca y deseable juventud y compadecen tu apagado vestir, triste indumentaria y correcta apostura, lo que me recuerda, ahhh tempus fugit, que alguna vez también fui uno de esos muchachos imberbes que portaba pulsera de pinchos y melenas cutres. Sí, ya sabéis, justo en ese momento en que uno se creía el rey del mundo. Menos mal que algunos políticos y banqueros nos han permitido, a base de collejas, darnos cuenta de la realidad. Y de lo mal que huele.


sábado, 10 de diciembre de 2011

The yerro is comming

Seguramente me diréis, con razón, que lo que voy a exponeros es una apreciación secundaria, un poco pedante incluso. Pero el asunto no tiene nada de baladí porque afecta al corazón de la historia; un yerro en el principio de los tiempos se perpetúa y pasa a ser una verdad a medias, o incluso un dogma de fe. Y cuando esto ocurre todas las investigaciones que se realizan a posteriori y que no tienen la documentación original a mano caen en el mismo yerro. 
Quizá el caso más conocido sea el de la Biblia. Antes de que el siglo XVI ofreciera algunas traducciones desde originales griegos la gente se apañaba con la Vulgata, que contenía (al decir de los expertos) numerosos errores e inexactitudes. No nos vamos a ir tan lejos, nos vamos a quedar en el siglo XIX, a finales, cuando los caminos de hierro (esta vez sí, de hierro y no de yerro) traían a Valdepeñas cultura, riqueza, arte y conocimiento y se llevaban (en panzudos bocoyes, robustos fudres o manoseados pellejos) el rúbeo licor que tan famosa haría a esta población. Justo en ese momento un historiador valdepeñero, muy conocido por todos (y cuya obra respeto, como no podía ser de otra manera, gracias a la gran información que nos ha aportado) escribió distintos libros y fue recopilando numerosa información sobre la ya ciudad del vino, que luego verían la luz en las postrimerias decimonónicas y en lo primeros años del siglo XX. Pues bien, ese personaje (que no es otro que D. Eusebio Vasco) cometió un yerro. Esto no tiene importancia, todos los que hemos escrito sobre historia hemos pecado. Yo mismo, en uno de mis primeros artículos en Canfali, atribuí a Sócrates un libro que en realidad era de Aristóteles, la Ética a Nicómaco (yerro que me descubrió un buen amigo). Sin embargo la importancia del yerro de D. Eusebio es que todos los que han escrito posteriormente sobre la historia de Valdepeñas han cometido ese mismo error, perpetuándose éste en publicaciones de historiadores y en las que llevan a cabo los organismos oficiales.
21 de abril de 1861. Ese es el motivo de este artículo. Supuestamente este día se inauguró el tren en Valdepeñas, y tengo que decir que no, que es absolutamente erróneo. El primer tren que llegó a la ciudad del vino lo hizo el 24 de mayo de 1861 (tren inaugural, con la fanfarria y el oropel que en estos casos se produce ante un  acontecimiento tal), y la línea entre Manzanares y Santa Cruz de Mudela se abrió un 21 de abril, efectivamente, pero de 1862. Seguramente D. Eusebio se equivocó al trascribir sus escritos y de ahí viene el error, que se ha perpetuado hasta tal punto que yo mismo ofrecí una conferencia sobre el tren en Valdepeñas anunciando esto que os estoy diciendo y, unos meses después, se publicó un folleto institucional donde volvía a aparecer la fecha. Sí, ya se que no es algo que tenga una enorme importancia, que es posible que lo consideréis, insisto, baladí o secundario. Pero el error lleva con nosotros unos 100 años, y no tiene pinta de desaparecer. Y el problema es que el yerro, como el invierno, is coming...
El otro día leía un artículo sobre patrimonio industrial de Valdepeñas y me percaté, oh hados oscuros de la equivocación, que en esas páginas se vertía de nuevo un yerro, ya que se afirmaba taxativamente que la estación de tren de MZA tuvo siempre dos pisos. A la vista de las imágenes que os ofrezco, ¿os quedan dudas de que, efectivamente, estamos ante otro yerro que, me apuesto lo que queráis, durará en el imaginario popular per secula seculorum?
Hagan sus apuestas.


viernes, 2 de diciembre de 2011

En el principio fue el yerro...

La soledad que se experimenta cuando, decididos, paseamos por un pueblo de La Mancha a las tres de la madrugada es solamente comparable con la que te abofetea la cara al comprobar el pésimo estado de las estaciones de ferrocarril de la comarca valdepeñera. Muelles derruidos o en proceso de estarlo, grúas que han perdido su función, básculas herrumbrosas que nos miran, entre suplicantes y desafiantes, y que nos hablan de su pasado esplendor yde su agonía insoportable. Andar por la playa de la estación y ver cómo los muelles se caen a pedazos (eso en el supuesto de que no se haya desmontado el edificio propiamente dicho) produce sentimientos ambivalentes: tristeza por el estado de ese patrimonio, añoranza de los tiempos gloriosos de los ferrocarriles, imaginación desbocada al intentar vislumbrar el enorme trasiego de trabajadores y trenes en aquellos momentos...
Hay en el mundo del ferrocarril un aliento especial, una sensibilidad exquisita que permite ir más allá de la mera fascinación que los trenes nos producen. Conozco mucha gente que ama los caminos de hierro, que en España se han convertido, con el paso del tiempo, en caminos de yerro, en sendas por las que circularon ideas, pensamientos y palabras y que ahora permanecen mudas, huérfanas de metal y olor a diésel, vacías de carbonilla y humo de calderas, ese humo blanco que rodeaba al caballo de metal y lo hacía más misterioso y críptico, ese humo que todavía se resiste a desaparecer y que algunas personas, con abnegado trabajo, siguen intentando producir (y ahí está MARE ingeniería ferroviaria para demostrarlo).
En realidad, el problema viene de tan lejos que no podemos atribuirnos el origen de la situación, pero sí su permanencia en el tiempo. Los caminos de hierro españoles se plantearon de forma precipitada, buscando la conexión de la capital con la periferia y sin realizar la vertebración del territorio, de tender vías transversales que consolidaran un plan razonado y razonable... Aunque también es cierto que el mercado interior, el empuje económico de esa España decimonónica que acababa de sacudirse el Antiguo Régimen, no era demasiado intenso como para que existiera una demanda abrumadora y, por tanto, justificara la existencia de inmumerables líneas y tendidos ferroviarios.
Sea como fuere, ahí los tenemos: les chemins de fer. Caballo de vapor, hijo de la I Revolución Industrial, prototipo de modernidad y desarrollo, consolidador de la riqueza de unas poblaciones y verdugo del agostamiento de otras... Maravilloso tren, terrible, bello, ruidoso, calmado, estructuralmente enfermo y, sin embargo, resistente a épocas y cambios.
Caminos de yerro, sí. Pero que yerro tan hermoso.