miércoles, 21 de marzo de 2012

Yerro y aniversario


No sé si sabéis que el año pasado el ayuntamiento de Valdepeñas organizó una maravillosa exposición con motivo de la llegada del ferrocarril a la localidad, hecho que se produjo el 24 de mayo de 1861. Este 2012, curiosamente, se vuelve a producir otro aniversario: la apertura de la línea entre Manzanares y Santa Cruz de Mudela el 21 de abril de 1862 (ya os iré informando de la conferencia que el 21 de abril de este año voy a dar en la casa de la cultura). Este hecho también afectó a Valdepeñas, ya que hasta ese momento la estación estuvo cerrada a cal y canto debido al peligro que suponía la circulación de trenes. Por cierto, la situación provocó en la ciudad del vino airadas protestas de los comerciantes del rúbeo licor, porque muchos de ellos, según afirmaban, habían vendido sus cabalgaduras y confiaban en el caballo de hierro para transportar su producto allende los mares. El asunto se dilataba y la paciencia se iba haciendo cada vez más escasa, lo que el alcalde de la ciudad (a la sazón Antonio Caminero y Palacios) transmitía a MZA sin conseguir muchos resultados, la verdad. De hecho, se formó un pequeño revuelo que afectó a las instancias gubernativas de Valdepeñas y a la dirección de la compañía ferroviaria.
El asunto venía de lejos y se había ido enconando poco a poco. Cuando se redactó la memoria de obras públicas de 1855 (recién aprobada la Ley de los Ferrocarriles de 3 de junio de ese año y con el gobierno liberal en el sillón) se trazaron dos itinerarios hacia Andalucía. Uno de ellos llegaba hasta Manzanares y, desde allí, se dirigía a Ciudad Real y conectaba con Portugal. El otro partía de un lugar entre Socuéllamos y Villarrobledo y buscaba Jaén por el Campo de Montiel. Tras diversas polémicas y discusiones parlamentarias se consiguió que Valdepeñas tuviera una estación de tren.
La intención de MZA era crear un edificio de tercera clase situado a tres kilómetros de la localidad. La compañía quería conectar Madrid con el Mediterráneo y no le importaban los hitos que quedasen en medio, a pesar de tener una potencialidad económica tan demostrada como la de Valdepeñas. Fue gracias a la intervención de Eduardo Carlier (ingeniero de MZA) que se logró el acercamiento de las instalaciones ferroviarias a la entonces villa, deshaciendo las precauciones que los jefes de la compañía tenían al respecto (se suponía que construir el entramado de los caminos de hierro al lado de la población crearía una peligrosa curva en el trayecto que había que evitar a toda costa; Eduardo Carlier demostró que no había ningún problema y que el aprovechamiento y uso de la estación sería más positivo si ésta estaba al lado de la localidad y no alejada de ella).
A partir de entonces el consistorio local comenzó a recelar de las artes de MZA. El tren llegó en mayo de 1861, y se abría una posibilidad increíble ante la vendimia y posterior elaboración de vino de ese año. Pero la ya comentada política de seguridad de la compañía mantuvo 11 meses la estación cerrada, perjudicando la economía local con la decisión. Sin embargo, lo peor llegó cuando un día MZA se desentendió del acuerdo al que había llegado con el ayuntamiento para construir un paseo que, desde la estación, condujera al núcleo poblacional. Acuerdos parecidos los había firmado la compañía en otras localidades, y los firmaría posteriormente, pero en los casos de Valdepeñas y Santa Cruz de Mudela no se tardó en menospreciar la obligación contraída, quedando en manos del consistorio local la construcción de un camino más o menos transitable que llevase a los viajeros y, sobre todo, a las mercancías hasta el entorno ferroviario. Esta situación había enconado las relaciones, que se vieron aún más quebrantadas cuando la apertura de las expediciones ferroviarias hacia Madrid no se consentía y se iban demorando los plazos. Sin embargo, la gota que colmó el vaso ocurrió en el verano de 1861, en el mes de julio.
El alcalde, viendo que la situación era insostenible y que se acercaba la época de la vendimia, fue a ver al ingeniero jefe de la línea (que acababa de llegar a la estación valdepeñera) con la intención de mantener una conversación con él. Sin embargo esa reunión no se pudo celebrar porque en cuanto el citado ingeniero divisó a la autoridad local volvió a subir al tren y se marchó a Manzanares. El asunto contrarió tanto al alcalde que se acordó apremiar a MZA para que cumpliese su palabra y construyera el paseo de la estación. Se lanzaban veladas amenazas sobre futuras sanciones impuestas a la compañía, además de insistir el ayuntamiento en no aportar la parte correspondiente para el mantenimiento de ciertos servicios de los caminos de hierro. Pero la testarudez de MZA pudo más que las habilidades políticas de los valdepeñeros, que hubieron de construirse, con la tierra que se sacaba de las cuevas y sótanos de la localidad, un recoleto y recto paseo que condujera a los ciudadanos hacia la innovación, la velocidad y el futuro. 
La semana que viene hablaremos de la llegada del tren a mi querida Santa Cruz de Mudela. Mientras esperáis os dejo una foto de la nevada que cayó ayer, 20 de marzo, y que ha dejado algunas estampas verdaderamente bonitas.

jueves, 8 de marzo de 2012

El yerro folclórico

Bueno, pues ya estamos otra vez por aquí, después de haber pasado por los talleres de vía y obras a que me remendaran una brida que tenía floja. Tenía pensado hablar del tren y la literatura, de cómo muchos autores han utilizado las máquinas de vapor, los caminos de hierro y las traviesas infinitas para contar hermosas historias, algunas terribles, otras tristes, a veces divertidas, casi todas ellas nostálgicas. Pero prefiero referirme a otro tipo de folclore que no está escrito y que, sin embargo, existe. Me refiero al cancionero que orbita en torno al trenillo.
Casi todo el mundo que conoce este medio de transporte sabe que su importancia en el campo de Calatrava no fue exclusivamente la de un ferrocarril que traía y llevaba gente o mercancías, sino el enorme componente social que tuvo la compañía de Valdepeñas a Puertollano. Esa característica social se entresaca de manera formidable cuando comienzas a investigar la línea y vas viendo documentos, comunicaciones o archivos periodísticos (otro día nos ocuparemos de ellos, porque son en verdad una maravilla insustituible para comprender distintos aspectos de la vida en provincias, desde la parcialidad de las opciones políticas al amarillismo más infame, pasando por una publicidad directa y en cierto modo infantil que, no obstante, tiene su encanto). Sin embargo, a lo largo de mi periplo investigador el mejor documento, el que más cercano me ha hecho la historia del trenillo y más datos me ha proporcionado sobre la incidencia social de este camino de hierro, ha sido la entrevista oral. No solamente a gente que ha tenido que ver con la línea, sino a usuarios y vecinos de las localidades por las que pasaba, porque también es importante recoger la opinión y recuerdos de aquellas personas que vivieron el trenillo como viajeros. Encender la grabadora, sentarse en una mesa camilla, oyendo el tic tac de algún reloj lejano, oliendo la comida que la señora de la casa está haciendo, escuchando maravillado cómo la persona a la que entrevistas va recordando poco a poco todo lo que tú le estás preguntando, es algo maravilloso e irrepetible que todos los historiadores deberían tener en cuenta cuando realizan una investigación, máxime si ésta se refiere al campo de historia local.  En demasiadas ocasiones la historia oral es denigrada, y debo decir que tomando las cautelas necesarias (al fin y al cabo la memoria es selectiva y traicionera) puede ser una fuente de información sumamente eficaz.
Pues bien, gracias a esas entrevistas orales he podido ir conociendo algunas historias relacionadas con el trenillo, esas historias que le dan el sabor de la costumbre y de lo cercano. Por ejemplo, la famosa bravata de los jóvenes de la comarca, que supuestamente se bajaban en marcha del tren, cogían uvas y luego se volvían a subir, parece a todas luces falsa. Todos los entrevistados con los que he conversado me lo han afirmado, haciéndome el apunte de que esa acción podría ser posible únicamente si el tren estaba llegando a una estación y aminoraba la velocidad. Pero lo más grato ha sido ir recuperando algunos cantares relacionados con el Valdepeñas-Puertollano. Quizá el que más me guste sea ese que dice Moral ya no es Moral, que es un segundo Madrid. ¿Quién ha visto en el Moral correr el ferrocarril? Un cantar muy parecido, por cierto, al que existe sobre Torrenueva y que dice Torrenueva ya no es poblado, que es una segunda corte. ¿Quién ha visto en Torrenueva jornaleros con bigote? La verdad es que todo ese conjunto de cantares (que reunió Eusebio Vasco en una edición bastante cuidada y muy completa) han aflorado en cuanto la mente de las personas que vivieron aquella época ha ido rememorando aquellas imágenes que nosotros vemos en blanco y negro, pero que ellos vivieron a todo color. Y si es verdad que ese trenillo cumplió una función económica, de movilidad o social, no lo es menos que el arte y la socarronería manchega permitieron que para la posteridad quedasen reflejadas algunas de sus características menos positivas. Como decía el cantar: El trenillo del Moral lo derribaron de un soplo y las muchachas decían: ¡que nos traigan pronto otro!